Juan de la Rosa

Capítulo XIII

ARZE Y RIVERO

"Cumpliendo con la superior orden de V.S., en su oficio de 22 de enero, se han recogido, a poder del señor Prefecto don Mariano Antezana, los despachos de coronel y brigadier con que la junta de Buenos Aires se sirvió condecorar al Señor Rivero" . . . . Su actual situación me consterna".

Oficio de Arze a Pueyrredón.

El general don José Manuel de Goyeneche, natural de Arequipa, destinado a ser Conde de Huaqui y Grande España, aunque más valiera para su nombre ser únicamente buen americano y patriota, no decantaba sin motivo, por aquel tiempo, su generosidad con esta tierra de incorregibles mestizos, o de "la mala mezcla, peor que en parte alguna", de que hablaba el Marqués de Castel-Fuerte; refiriéndose al alzamiento de Calatayud.

Cuando después de su sangrienta victoria de Amiraya y de la matanza que se le siguió de los patriotas derrotados, compareció ante él una comisión de vecinos pacíficos de la ciudad y poco después el mismo Don Francisco del Rivero, pidiéndole garantías para su pueblo vecino, se propuso tener "la clemencia de César después de Farsalia".  Quizás esto era lo que decía mejor que yo el señor licenciado Burbulla, en sus hermosos versos latinos.  Quería el general probar

una política contraria a la atrocísima del terror con que al principio se empeñaron él mismo y todos los españoles por ahogar en sangre la revolución.  Pero, aunque realmente era mejor, no debía darle resultados más satisfactorios.  La hoguera de Murillo no podía apagarse de ningún modo, hasta convertir en cenizas todo el pasado régimen colonial.  Aquella revolución era uno de esos grandes acontecimientos según todos los que creemos en una alta intervención divina, como era de moda, y quizás la única buena, con el tiempo de que estoy hablando.

Ciego a esta verdad —que ojalá hubiera iluminado su mente—, con la ilusión de que el país estaba pacificado, siguió su camino a Chuquisaca, dejando de gobernador a don Antonio Allende, notable y pacífico vecino, muy bien visto por todos, y una guarnición de cien hombres al mando del comandante Santiesteban.  Quiso llevarse y se llevó, también, entre sus tropas, un escuadrón de Cochabamba, para que este nombre célebre ya en los dos virreinatos del Perú y de Buenos Aires, hiciese ver que podía contar con la adhesión de "la provincia más rebelde"(1).

Su séquito personal contó, sin embargo, dos personas menos de las que debían formarlo; el mayorazgo don Pedro de Alcántara Marqués de Altamira y don Juan de... "Nada ni de Nadie."  Nunca se acordaría él, ni menos pudo sentir tan gran desgracia, debida al duende.  No sé lo que pensaría, si era posible que pensase, mi compañero de viaje a la renombrada universidad de San Javier.  Pero yo confieso que no me pesó, por la repugnancia que sentía a viajar de aquel modo; y que, tampoco, me ha pesado nunca en el resto de mi vida la fatalidad de no haber alumbrado mi mente en aquel foco de las luces, ni bebido por entonces las aguas del Inisterio, que decían ser tan maravillosas como las de Castaglia.  ¿Qué me hubieran enseñado allí? ¿no tenía yo algo más a mi alcance en los libros, así rotos y truncos como estaban, del cuarto famosísimo del duende? ¿cómo hubiera aprendido allí, sobre todo, lo que me ha enseñado del mundo la admirable escuela providencial del infortunio?

Hasta el latín —que era lo que se enseñaba más y mejor en la universidad— sí, señor, hasta mis ribetes de latín me hizo estudiar por Nebrija mi querido maestro, para distraerse él mismo y distraerme de nuestros sufrimientos, en las visitas de los jueves.

—El estudio de esta lengua muerta —me decía— no es necesario más que para los sacerdotes, y ya no es tiempo de que tú lo seas.  Pero puede proporcionar a todo hombre inteligente —y te proporcionará a ti, porque no eres tonto— la grata satisfacción de leer obras admirables de los clásicos, que pierden muchas de sus bellezas cuando las traducen a otra lengua de la de Virgilio y Cicerón.

Llegué, por otra parte, a encontrarme mucho mejor, casi bien, en casa de doña Teresa.  Fuera del cariño de mi encantadora discípula Carmencita, creí que podía contar y al fin conté con la amistad del inquieto y voluntarioso Agustín.  En cumplimiento de mi promesa, le referí lo que había visto de la batalla.  Otro día conseguí que me oyese él mismo a pedirme que la leyese toda, y no quedó satisfecho, haciéndome repetir dos veces algunas escenas.  Juró que aprendería de memoria la XI del acto segundo entre el rey y el rico hombre de Alcalá; lo que le fue muy sencillo, porque tenía inteligencia y buena memoria.  Con esto se acostumbró a buscar mi trato, y no procuró más exigirme humillantes servicios para sus travesuras.  Yo fui complaciente con él, en cambio, de un modo que no perjudicase a mi propia estimación.  Le hacía, por ejemplo, sombreros a tres picos de papel, espadas de madera y charreteras de trapos amarillos.

Representando al rey don Pedro, el Cruel, con estas cosas, daba gusto verle declamar su papel en la escena predilecta, y especialmente la tirada de versos, que comienza así:

En fin ¿vos sois en la villa

Quien al mismo rey no da

Dentro de su casa silla?

¿El rico hombre de Alcalá

Es más que el rey de Castilla?

Pero ni en tal ocasión pretendía ya darme las famosas cabezadas con que concluye la escena.

Los criados me trataban, por último, con más respeto, y no por recomendación expresa de la noble señora Teresa.  Mis largos ejercicios corporales en mi delicioso destierro, el terrible drama que había presenciado y mi enfermedad había apresurado un poco mi desarrollo físico e impreso un aire de seriedad en mi semblante, que le hacía ver en mi otro persona distinta del pobre botado que entró llorando en la casa.

Lo único que no conseguí  jamás es hacerme simpático o siquiera tolerable para doña Teresa, quién me miró siempre con malos ojos y evitó en cuanto pudo dirigirme la palabra.  En vano me ofrecí heroicamente a su servicio para hacer la leyenda del día en el año cristiano; dos o tres veces propuse también, tímidamente, ocuparme algo en sus haciendas o tomar un oficio cualquiera.  Ella no sólo quería cumplir la promesa que hiciera a mi maestro, sino que parecía

desesperada por librarse de mi presencia.  Pero los sucesos políticos, que no tardaron en desarrollarse, volvieron a impedir mi viaje a Chuquisaca, contratado ya con un arriero.

Don Esteban Arze, el más infatigable caudillo de la naciente patria, se había refugiado después de Amiraya en las hondas quebradas que separan el valle de Cliza en Río Grande, límite sur de la provincia, en su hacienda particular de Caine.  No bien se alejó Goyeneche —cuando él mismo vio desde una altura inaccesible perderse en el último recodo del profundo lecho de aquel río, el último morrión de pelo de los soldados de Ramírez— volvió a proseguir la obra de libertad a que había consagrado toda su vida.  Se presentó primero en el Paredón, pueblo el más inmediato a su hacienda, y lo levantó en masa, armado de hondas y macanas, al mágico grito de: ¡viva la patria! Se vio en seguida dueño de igual modo del extenso valle de Cliza. No tardó, en fin, en presentarse a las inmediaciones de la ciudad, el 29 de octubre de 1811, como lo había hecho antes con Rivero, para el alzamiento del 14 de septiembre de 1810.

El gobernador Allende, a pesar de haber mandado construir trincheras en las esquinas, a una cuadra en torno de la plaza, no se obstinó de resistir, tanto por su carácter conciliador cuanto porque debía ser simpático en el fondo de su pecho a la revolución, como cochabambino.  Así que, cruzados apenas dos parlamentarios —creo que el de Arze fue Fray Justo— capituló, entregando las armas, sin otra condición que la de que se permitiese a Santiesteban y sus soldados que quisiesen acompañarlo, retirarse libremente al ejército de Goyeneche; lo que se hizo con tal nobleza de parte del pueblo, que nadie ofendió ni con una palabra siquiera a dicho oficial, ni estorbó de ningún modo su marcha y la de los soldados que quisieron seguirle a Chuquisaca.

Un nuevo cabildo abierto nombró entonces Prefecto al respetable ciudadano don Mariano Antezana, y constituyó una Junta de Guerra que el mismo Prefecto debía presidir.  No recuerdo haber oído ya en esta ocasión más que gritos aislados de ¡viva Fernando VII!  El nombre de la patria salía por el contrario de todos los labios espontáneamente.  La revolución se presentaba del modo más franco y decidido.  Hasta el título exótico ya de la nueva autoridad, hasta esa palabra ciudadano con que designaba al hombre, lo decía muy claramente.

Volvieron el júbilo, el ruido, el afán, la incesante preparación para la guerra, como en los días llenos de esperanza que se siguieron al primer alzamiento.  Don Esteban Arze emprendió una nueva expedición a Oruro, pero no contaba con armas de fuego para combatir al enemigo atrincherado en la plaza, y fue rechazado, y se arrojó sobre la provincia de Chayanta, donde consiguió derrotar dos compañías de buenas tropas, enviadas allí bajo el mando del comandante Astete.  El nombre del activo y denodado caudillo resonaba por todas partes con el de la patria.

No así el de su antiguo compañero, el del ídolo anterior del pueblo, el gobernador Rivero, a quien se acusaba de infidelidad.

Un día —a fines de febrero de 1812— en que mi maestro estaba muy contento de verme pasar "el puente del asno", o sea el quis vel quid de la gramática latina, entró repentinamente en la celda un caballero vestido de lujoso uniforme militar.

— ¡Esteban! —exclamó mi maestro, corriendo en seguida a recibirle— ¿tú en la celda de un pobre fraile? No esperaba nunca tanto honor.

— Sí, Enrique —contestó el otro afectuosamente—, conozco tu alma, y he elegido este sitio, y reclamo tu asistencia, para cumplir un tristísimo deber.

Se estrecharon las manos; el Padre cedió a su extraño visitante su cómodo sitial y ocupó él, en el escaño, el sitial que yo había abandonado, para refugiarme en un rincón, desde donde miraba como un bobo, con tamaña boca abierta, a aquellos dos hombres extraordinarios.

Cuando mi predilecto historiador Torrente se admira de la ingratitud de los americanos para con su generosa y amantísima metrópoli, y fulmina los rayos de su indignación contra "Guerrero, Arze, Bolívar, La Mar" y los más principales insurgentes de América, alégrome de ver al infatigable caudillo de mi país en tan buena compañía.  Tuvo  la misma fe que remueve las montañas; "no perdió el aliento, ni se descorazonó un solo instante en la desgracia; había aprendido a vencer en las derrotas", como el gloriosísimo Libertador... ¡no sé a qué grande altura hubiera subido, si no le atajara una triste y oscura muerte sus empresas!

Don Esteban Arze era criollo puro como Rivero, alto, nervioso, dotado al mismo tiempo de fuerzas físicas admirables.  Montado a caballo con la lanza del soldado en la mano, hubiera podido competir con uno de los centauros de las pampas argentinas, que tanta fama alcanzaron bajo Güemes.  Era de genio vivo, propenso a dejarse arrebatar por la cólera; había recibido escasa instrucción; pero estaba en una escuela admirable en la que su talento natural habría adelantado tanto o más que Páez, por ejemplo.

El otro hombre que tenía ante mis ojos, el pobre fraile que me había enseñado a leer y que siempre me había parecido un misterio impenetrable, se transformaba ahora en mi imaginación en el brillante y generoso caballero don Enrique de quien me hablaba Ventura; en el cazador que, con la lujosa carabina en la mano, había recorrido las crestas de la cordillera y los amenos valles, dejando indelebles recuerdos de su bondad en los sencillos corazones de los campesinos, cuyas desgracias lloraba todavía él mismo como un amigo.

— Don Martín de Pueyrredón, que actualmente reorganiza el ejército auxiliar, me ordena —dijo el vencedor de Aroma— recoger sin demora los despachos de gobernador y brigadier que la Junta de Buenos Aires expidió en favor de mi antiguo compañero de armas don Francisco del Rivero.  Yo conozco los sentimientos de éste; lo creo débil pero no criminal; quisiera que se justificase; y tanto para cumplir del modo menos penoso mi comisión cuanto para explicarle la conveniencia de exigir él mismo su juzgamiento, lo he llamado aquí, donde no tardará en llegar.

Apenas hubo dicho estas palabras, entró en efecto Rivero, embozado en su capa; cerró tras él cuidadosamente la puerta; se descubrió y se adelantó hacia los otros, dejando ver su rostro enflaquecido y pálido, con señales de pesar, de profundo abatimiento, de esa enfermedad mortal de la tristeza, que debía conducirlo hasta el sepulcro.

Recibido con las mayores pruebas de simpatía y hasta de respeto por su antiguo compañero de armas y por el Padre, que había sido su condiscípulo y amigo de infancia, rehusó el asiento de preferencia que le ofrecían; permaneció en pie apoyado en la mesa, y miró distraídamente al lugar en que yo estaba.  Mi maestro me hizo entonces una señal de alejarme; él se apresuró a decirle:

— Déjale  . . . yo puedo recatarme de mis enemigos; pero ¿por qué de ese pobre niño? ¡Ojalá vinieran a oírme aquí todas las almas sencillas, que el odio injusto no ha cegado!

Arze, profundamente conmovido, expuso su delicada comisión; el Padre agregó, por su lado, algunas palabras de aliento.

— ¡Sea! —contestó don Francisco resignado, inclinando la cabeza—.  La verdad es que después de Amiraya, en esos momentos de angustia y de pavor, se tendían hacia mí, implorando que salvase mi país de la venganza española, mil brazos que hoy me destrozarían sin piedad por haber oído entonces esos clamores.  ¿Y qué más hice yo, por ventura?  Dicen que acepté un despacho de brigadier de Goyeneche  . . . Pero ¿quién ha medido la perfidia y astucia del hombre de las tres caras? ¿se me creerá ahora si yo digo que recibí el despacho, sin ánimo de usar de él, prometiéndome no desnudar la espada contra mi patria? ¡No! Dejemos que el tiempo me justifique; vendrá un día en que se vea que Rivero era incapaz de traicionar a la causa del suelo en que había nacido; que no era otro Goyeneche  . . . ¡Cuán feliz ha sido ya Quiroga, ese Quiroga a quien maldicen como a mí, y que perseguido después con saña por la misma serpiente que a entre ambos nos engañó, ha buscado un asilo en las montañas impenetrables del Chapara, entre las fieras que pueden abreviar sus sufrimientos, con más compasión que los hombres, que me harán morir a mí en el lento martirio de la calumnia!

¡Qué bien hizo el vencido de Amiraya en permitir que le oyese hablar así un pobre niño! Merced a esta circunstancia creo que nuestros historiadores nacionales corregirán el juicio tan severo de su conducta(1).  El pecado de Rivero fue muy parecido al del glorioso Miranda en Venezuela, cuando éste creyó perdida su causa y capituló con Monteverde.  Si Rivero hubiese tenido la fuerza de ánimo que Arze, Antezana y los otros miembros de la Junta Provincial tuvieron, para resignarse a todas las consecuencias de la derrota, Cochabamba habría sufrido, tal vez desde entonces, los males que sobrevinieron en 1812; pero la gloria de su gobernador habría crecido más a los ojos de sus conciudadanos, como la de Arze después de la suya, y, en mayor escala, la de Bolívar después de la de Miranda.  Y esto no por injusta ceguedad de los hombres, sino porque los pueblos quieren en el fondo del alma —a pesar de todos sus clamores de infortunio— que sus héroes consuman no solamente su propio sacrificio, sino también el de ellos mismos, si así es preciso, para salvar las grandes causas de la humanidad.

En aquel mismo año de 1811, tras de los primeros pasos del vencedor Goyeneche en el Alto Perú, las masas populares preferían su exterminio, a su antigua condición de servidumbre.  Los aillos, las aldeas, las villas de la provincia de La Paz se levantaban a la voz de caudillos animosos, cuyos nombres ignora la generación presente, y corrían millares de indios y de mestizos a asediar en la sagrada Chuquiaguru(2) a las tropas de guarnición que había dejado en ella el vencedor de Huaqui.  En vano venían del Cuzco las hordas de Choqueguanca y Pumacagua; en vano Huisi volvía con sus sicarios; en vano el fuego devoraba las cabañas y las mieses; en vano eran degollados millares de prisioneros, mujeres y niños con una ferocidad que horroriza a todos, y —¡cuánta sería, Dios mío! — repugna hasta al fanático Torrente! ¡El grito de ¡patria! Resonaba entre el humo del incendio; salía, diré, de las mismas heridas abiertas por el hierro, más grande, más imponente, mientras más sangre se derramaba!

Lo que siguió de aquella entrevista honraba mucho a los sentimientos personales de los iniciadores de la revolución americana en mi país; pero tal vez no interesaría ya en igual grado que lo dicho, a mis lectores.

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