Juan de la Rosa |
Capítulo XII
CIERTO, ADMIRABLE Y BIEN SABIDO SUCESO
Cuando me desperté estaba extendido en el suelo sobre los cueros de carnero, envuelto en una grosera manta de lana, teniendo un techo muy bajo y enteramente ahumado ante mis ojos. Me volví con esfuerzo a un lado, y vi en cuclillas y arrimado a la pared de piedras toscas sin cimiento, a un indio viejo con montera abollada y poncho negro que le cubría todo su cuerpo hasta los pies.
— ¿Dónde está Alejo? —le pregunté en quichua, o más bien en ese feísimo dialecto de que se sirven los embrutecidos descendientes de los hijos del sol.
— Se fue hace tres días —me contestó.
— ¡Pero si yo vine con él anoche!
— Eso fue la noche de la guerra.
— ¿Y cuantos días han pasado?
— Ahora es domingo; la guerra fue el martes. Uno, dos, tres, cuatro . . . ¡cinco días!
— Pero ¿que me ha sucedido?
— Cuando te trajo don Alejo en sus brazos, como a una guagua, no querías acostarte y nos reñías muy enojado. Al día siguiente vino el Callaguaya; te dio una agua olorosa a hierbas hervidas; te han hecho poner sinapismos de centella(1) y creo que ya te ha curado. Esta mañana hizo unas rayas con carbón sobre una piedra; sopló un puñado de coca; vio de qué modo caían las hojas, y me dijo que al despertarte hoy mismo estarías sano y me pedirías de comer.
El Callaguaya debía ser uno de esos indios médicos y adivinos de la provincia de Larecaja, de La Paz, que actualmente recorren todavía gran parte de la América del Sur ejerciendo su extraño oficio, cargados de yerbas y drogas que sólo ellos conocen. Comprendí que me había dado alguna fiebre cerebral; me sentía muy débil; me dolía todo el cuerpo, especialmente el cogote, los brazos y las piernas, donde la terrible centella había hecho sus efectos revulsivos; pero me senté y comencé a vestirme con mis ropas que encontré a mi lado.
¾ Don Alejo —decía entre tanto el indio— me dejó un peso del rey para el Callaguaya, otro para que le hiciese la merienda y le comprase la mistela, y un tostón para mí. Él se fue muy afligido a enterrarlos. Ha querido que el mismo cura vaya con capa de coro y cruz alta a Las Higueras, para llevarlos al panteón.
— ¡Dios mío! ¡no he soñado! — exclamé.
— A los otros —prosiguió impasible mi interlocutor— los han enterrado sin responsos, en unas zanjas muy largas y hondas que hicieron todos los indios de las comunidades de Olmos, Rancho y Payacollo. Eran muchos . . . no sé cuántos; pero hubieran llenado una plaza en una fiesta, si estuvieran vivos (1)
Calló aquí por un momento, para llenarse la boca del aculli, o sea un puñado de coca con su respectivo pedacito de llucta o ceniza amasada con papas, y volvió a decirme mientras mascaba:
— Don Alejo me encargó que te llevase en mi borrico al convento de San Agustín.
— ¿Y el dónde se ha ido? —le pregunté.
— A hacer el duelo con la abuela doña Chepa y con Clarita —me contestó, y añadió, siempre impasible—: el pobre Dionisio no había muerto todavía; lo están cuidando mucho; pero dicen que siempre se morirá.
— ¿Sabes tú quién es Dionisio?
— El hermano de la Clarita, que se fue a la ciudad, para hacer lanzas con don Alejo.
— ¡Esto más! —me dije a mí mismo, y me puse a llorar, mientras que el indio seguía mascando su aculli, con esa indiferencia que el hábito del sufrimiento ha dado a su raza oprimida, para todos los dolores y miserias de la vida.
Dos días después —porque fue preciso esperar que transcurriesen, para acabar de restablecerme— el indio Hismicho, mi huésped, me condujo hasta la barraca del Rocha en su borrico; y desde allí continué con mis pies, muy lentamente, mi camino hasta el convento de San Agustín. Las calles estaban llenas de soldados ebrios, que proferían amenazas contra los incorregibles alzados cochabambinos; oíanse gritos, huaiños y sacaqueñas en las chicherías, al compás de las quenas y charangos.
Los vencedores de Amiraya habían perseguido a los dispersos patriotas por legua y media, hasta Vinto. Mandólos reunirse allí su general, y no quiso avanzar de noche hacia la temida ciudad en la que pudo haber entrado horas después sin obstáculo alguno. Tomó, más bien, otro camino a la izquierda, subiendo el cauce del río Anacoraire por media legua, y acampó en la ranchería de este nombre, en uno de los puntos más amenos y poblados de árboles del extenso valle.
Al día siguiente por la mañana recibió en Quillacollo una diputación del cabildo, que le pedía y obtuvo garantías para la ciudad vencida; y un poco más tarde vio comparecer a su presencia, con el mismo objeto, al gobernador Rivero y uno de los miembros de la junta de guerra, don Pedro Miguel Quiroga. Pocos días antes Rivero le había escrito una carta muy notable, en la que le conjuraba, como americano, a desistir del temerario propósito de continuar una guerra tan desastrosa, cuyo término fatal sería el triunfo de las nuevas ideas. "Cuando todo lo expuesto suceda —le decía— vuestra señoría no habrá adelantado otra cosa que hacer execrable su nombre, malogrando la oportunidad que tiene de borrar las horrorosas impresiones que causó el suceso de La Paz en el año pasado de 1809" . . . ¡Júzguese cuál sería ahora la satisfacción de Goyeneche, al ver a Rivero vencido y suplicante! . . .
Aquel día se adelantó en triunfo a la ciudad; pero se detuvo y fijó sus reales en las afueras, en la Chimba de Vergara, en cuyo alto mirador hizo poner orgullosamente su bandera.
En un oficio a la Junta provincial, o más bien al único miembro de ella que se había doblegado, decía: "Mañana, entre diez y once, verificaré mi entrada en esa ciudad, dirigiéndome inmediatamente al convento de Nuestra Señora de las Mercedes, donde en reunión con todo el clero se celebrará el sacrificio de la misa con un sencillo Te Deum" . . . Y concluía con estas curiosísimas palabras: "siendo de mi privativo resorte elegir un alojamiento en el que me ratificaré a todo ese vecindario lo pacífico de mis intenciones (1)".
¡El vencedor de Chacaltaya, Huaqui y Amiraya no las tenía todas consigo! ¡Se figuraba que los edificios públicos estaban minados y que los insurgentes podían hacerlo volar con todos sus laureles.
Mi buen maestro me recibió con los brazos abiertos y me tuvo largo rato estrechado contra su pecho, mientras que yo lloraba hondamente conmovido. Me hizo sentar después, y habló él primero, como si temiese oír lo que yo podía decirle.
— Una persona que me envió ayer Alejo, de Vinto, donde está actualmente con la pobre abuela, me ha informado de todo, y te esperaba ya con impaciencia y cuidado por tu salud, hijo mío. La suerte desgraciada de nuestras armas estaba prevista por mí. ¿Qué podían hacer nuestros sencillos y candorosos campesinos, tan ufanos de sus cañones de estaño, contra un ejército inmensamente superior a ellos por sus recursos, armas y disciplina? Pero lo que ha pasado con Francisco Nina y su familia . . . ¡oh! Eso es horrible! No sé cómo tengo valor para recordarlo, cuando me estremecía la idea de oírlo otra vez de tu boca.
Después de un momento de triste silencio, me dijo súbitamente:
— ¿Has visto nunca más ingenuidad y nobles sentimientos que en esa humilde familia?
— No, señor — le respondí — yo creía encontrarme ya entre los míos, como si fuesen de mi propia sangre.
— Y no te engañabas completamente — repuso él —; la abuela es hija de Flores, relacionado con Calatayud, cuya muerte quiso vengar con un nuevo alzamiento, sin conseguir otra cosa que un horroroso suplicio. Ella y todos los suyos se consideraban parientes de tu madre; no venían a verla, porque con la susceptibilidad propia de los campesinos creían que "la niña" no los halagase o se avergonzara de ellos. Pero la amaban desde lejos; la servían sin que ella misma lo supiese... ¿Recuerdas tú de la vaca negra que Alejo llevaba triunfalmente todas las mañanas? La abuela... ¡pobre anciana! ¡cómo estará llorando!, la abuela, te digo, la mandó con Dionisio a la ciudad! cuando Alejo le hizo decir la receta que yo había dado.
Luego, como para huir de cualquier modo de sus tristes pensamientos, abrió con estrépito la puerta y salió precipitadamente, diciéndome:
— ¡Vamos pronto! ¡vamos andando!
Lo seguí en silencio; pero mi sorpresa mi disgusto y contrariedad no pudieron ocultársele cuando tomamos la calle que conducía a casa de doña Teresa.
— Es de todo punto indispensable —me dijo entonces—; la señora me ha ofrecido y hasta jurado enviarte a Chuquisaca antes de diez días. Tú necesitas estudiar más que nunca, Juanito. Preciso es que otro día sirvas a tu patria desgraciada con entera conciencia de tus deberes de hombre y ciudadano: porque tu patria no ha muerto, ni pueden enterrarla en zanjas de Amiraya, y ha de renacer mil veces de la sangre misma de sus inmolados defensores.
Abierto por mi maestro, sin anunciarse, el portón de alabardero — pues la puerta del oratorio estaba cerrada— vimos, al entrar en la sala, al Padre Arredondo cómodamente sentado en el más ancho sitial, junto a una de las mesas de berenguela, teniendo en ésta al alcance de su mano una bandejita de bizcochos y un gran vaso de vino añejo español, llamado el católico, pero más moro que Boabdil, sin gota de bautismo. Doña Teresa muy contenta, rejuvenecida, de medio luto, adornada de enormes zarcillos de diamantes y un collar de perlas como huevos de paloma, ocupaba el otro lado, sentada en el extremo de la banca. Mi maestro saludó con la cabeza, y comenzó a decir:
— Perdonen vuestras mercedes; la necesidad de traer.
Pero doña Teresa, que ya me había visto, le interrumpió, exclamando:
— ¡Qué felicidad! ¡Ahí está el pobre muchacho! Mi remordimiento hubiera sido eterno si le pasara algo de malo; porque yo —Nuestro Señor me está oyendo, y él me castigue si no es verdad— lo mandé con Pancho sin saber lo que era esa familia de . . . ¡Dios los haya perdonado!
Mi maestro hizo un movimiento de impaciencia. Pero se contuvo, y fue a sentarse al otro extremo de la banca. Yo le seguí, para continuar de pie a su lado.
La noble señora prosiguió hablando.
— Como dije a vuestra Paternidad, y también al Reverendo Padre Comendador de la Merced . . .
Señal de asentimiento del aludido. Quiso hablar; pero tenía la boca llena de bizcocho, y prefirió beberse medio vaso de vino.
— Ahora podemos ocuparnos con calma, sin cuidados —¡bendito el apóstol Santiago!— de la educación de este infeliz huerfanito. Tu irás a Chuquisaca, a la Universidad de San Javier, muchacho . . . ¡ve que fortuna!, en compañía de mi propio hijo don Pedro de Alcántara Marqués de Altamira, y . . . ¡esto sí que ni lo soñaste!, ¡en el séquito de su señoría el ilustre general don José Manuel de Goyeneche y Barreda!
— ¡Oh! La bondad de su señoría es sin límites! —añadió el padre Arredondo—. ¡Qué sentimientos tan cristianos! ¡cuánta sagacidad! ¡qué tino en todas sus palabras y acciones! Yo quedé edificado cuando vi su humildad y compunción en el solemne Te Deum que le cantamos en nuestro templo. Luego, nos enloqueció la alegría con su afabilidad, sus salados discursos cordiales agradecimientos en la humilde colación con que le agasajamos en nuestro refectorio. Sobre todo ¡qué generosidad y largueza con este pueblo rebelde, al que lejos de castigar, arroja dinero a manos llenas desde sus balcones!
En este punto tan interesante oímos pasos precipitados en el patio; el portón se abrió golpeándose fuertemente en el sitial del costado; y entraron despavoridos los criados, en el orden y del moto que sigue: Feliciana, con un azafate de plata en el que había un granadero de pasta de almendras, presentando su fusil dorado y plateado; Clemente, con una caja grande de cristal, cubierta por un paño de riquísimos encajes; la mulata, sosteniendo apenas en sus dos manos un enorme vaso de cristal, que contenía no sé que preciosa bebida refrigerante; las mestizas, llevando en la cabeza canastillos de filigrana, llenos de exquisitas frutas conservadas; el pongo muy lavado, de camisa nueva de tocuyo, cargado de una bandeja, con helados hechos en molde, representando águilas y leones. Todas estas cosas fueron puestas sobre las mesas en medio de un tétrico silencio.
Doña Teresa admirada primero, afligida después, iracunda, enloquecida de dolor y rabia al último, habló entonces del modo que ha de verse con Feliciana sin resuello, trémula, confusa . . .
— ¿Qué es esto? ¡qué ha ocurrido por Dios!
— ¡Ay, mi ama! ¡no puedo hablar!
— Pero, ¡habla mujer!
— No sé cómo he de dar comienzo a estas cosas.
— Allá voy . . . pero . . . ¡no puedo!
— ¡Me vas a matar condenada!
— Cuando llegamos a la puerta de la antesala, el señor edecán nos dijo que entregásemos esas cosas al mayordomo, en el comedor; pero yo le respondí que tenía que dar personalmente el recado de vuestra merced.
— Así debía de ser.
— Entramos a la sala. El señor general, que estaba con mucha gente, se dignó venir sin embargo hacia nosotros, más hermoso que un sol.
— No lo dudo ¿Y después?
— Le di el recado de vuestra merced.
— ¿Le dijiste exactamente todo lo que te encargué, o quitaste algo, o añadiste de tu caletre, por estúpida?
— No, señora, mi ama; le dije solamente lo que vuestra merced me hizo estudiar desde ayer: "que es al vencedor de los alzados; a mi chunco; que ahí va ese granadero a saludar al invencible general . . .
— Bueno . . . ¡adelante!
— Su señoría tomó el papel que llevaba el granadero de almendras en su fusil, y levantó un poco el paño de la fuente de manjar real; pero . . . no sé.
— ¿Qué? ¡Acaba!
— Se sonrió de un modo que me dio miedo. Leyó después el papel; lo estrujó en sus manos y lo tiró a sus pies.
— ¡Virgen santísima! ¡yo me voy a morir!
— "Dile a tu ama —gritó; que mi generosidad y clemencia con este país de incorregibles mestizos, no la autorizan a ella a hacerme estas burlas tan tontas y . . .
— ¡Yo me muero! Pero ¿qué quiere decir su señoría con eso de mestizos? ¿No sabe que yo soy de Zagardua y Altamira, sin gota de india y purita española desde el mismo Adán? ¡Qué ocurrencia! ¡Estamos frescos, si yo le llamo a él también "el cholo mocontrullo de Arequipa!".
— En ese momento entró el sabio señor licenciado don Sulpicio, y dijo no sé qué cosa al edecán. "¿Qué quiere ese muñeco?" —preguntó su señoría ¾ . "Se informa de si se han leído ya los versos que traía el granadero", contestó el edecán. "Sí ¡Voto a Sanes!" —repuso su señoría—; "son perversos, malísimos. ¡Qué lleven a ese mico al cuartel de los granaderos del Cuzco, donde le enseñarán a hacerlos más armoniosos.
— Pero ¿qué castigo de nuestras culpas es éste, santo, fuerte, inmortal? ¿Y qué va a ser ahora de mi comadre y de mi pobre ahijado Serafincito?
— El señor licenciado gritó entonces con mucho susto; "¡Sí el Reverendísimo Padre Arredondo me ha dicho que mis versos gustarían mucho a vuestra señoría!". "El Padre" — gritó más fuerte su señoría — "es un asno... digo mal; un cerdo bien cebado".
— ¡Cómo! ¿dijo eso de mí su señoría? —prorrumpió aquí el interesado, levantándose como impelido por un resorte a pesar de su inmensa mole.
— Sí, señor, así lo dijo —afirmó Feliciana, y prosiguió su relación—. Un oficial arrastraba de las solapas al señor licenciado; otro le empujaba del cogote; él decía no sé que cosas en latín. Yo pensé entonces que debíamos corrernos; pero levanté antes el papel y me lo he traído.
— ¡Dámelo! — bufó el Padre, y se lo arrebató en el acto de la mano.
Doña Teresa fue corriendo, por su parte, a ver la fuente de manjar real. Las siguientes exclamaciones salieron a un tiempo de sus labios y de los del Padre Arredondo:
— ¡Dios mío! ¡aquí dice: viva la patria! ¡y yo puse con los mismos clavos de olor: ¡viva la España!
— ¡Y esto es la más abominable de las herejías! Es una copia de lo que los impíos llaman los droites del home(1)
Asombro, estupefacción general de aquellas gentes. Doña Teresa no pudo contenerse; estalló; se precipitó como una furia sobre la infeliz criada; quiso arañarla; la empujó por el pecho, de modo que por poco no la hizo caer de espaldas.
— ¡Sal de aquí, negra espantosa! ¡llevaté a esas bestias! ¡no quiero ver a nadie! ¡absolución, Reverendo Padre! ¡Me muero . . . me muero sin remedio!
Se volvió en seguida a mi maestro. Estaba horrible, lívida; parecía la Gorgona.
— ¡Cómo te gozarás tú! — le dijo— ¡Triunfa! ¡Ríete azuzador de los alzados!
Mi maestro tomó el partido de calarse la capucha y retirarse de allí en silencio. Yo tomé más que de prisa el camino a mi cuarto. A la entrada del pasadizo encontré a las pobres criadas, que rodeaban a Clemente; y oí a éste decirles con profunda convicción:
— Su merced, nuestra ama, no quiere creer en el duende. ¡Es el duende, el mesmenísimo duende, de la otra vez, hijas mías! Nadie pudo entrar al corredor del jardín donde pusimos al fresco los dulces. La señora en persona cerró la puerta con dos candados . . . yo vi que se guardó las llaves en el bolsillo... ¡lo vi con estos ojos que se ha de comer la tierra!
Por la noche, a pesar de las ocurrencias del día, no se olvidaron de llamarme al comedor. Los niños estaban todavía allí. Carmencita vino a sentarse en mis rodillas; me rodeó el cuello con sus bracitos, y yo besé sus hermosos cabellos. Pedro de Alcántara me miró como un idiota, sin decir una palabra, ni contestar con un signo a mi respetuoso saludo. Agustín se me acercó; tomó una silla a mi lado; quiso que yo le contase cómo era la batalla. Yo le ofrecí darle gusto en eso y cuanto quisiese al día siguiente; porque las fuertes impresiones que había sufrido y mi reciente enfermedad me habían dejado como atontado.
Al irme a mi cuarto después de cenar, vi que las criadas se habían vuelto a reunir en torno de Clemente, en un ángulo del comedor, y oí decir otra vez a éste, con la misma convicción y seriedad:
— Es el duende, hijas mías.
Para distraer mi imaginación abrí la comedia de Moreto en el punto en que la había dejado, y que tenía por señal una lágrima mía, como queda dicho en el capítulo IX de estas memorias. Era la escena XIII de acto III entre el rey don Pedro, el Cruel, y un Muerto. Esta palabra me hizo estremecer, pero continué leyendo:
MUERTO. Aguarda
REY. ¿Quién llama?
MUERTO. Yo
REY. ¡Qué veo! Sombra o fantasma ¿qué quieres?
MUERTO. Decirte que en este punto has de ser piedra . . .
Aquí dos manos muy frías me taparon los ojos; se me erizaron los cabellos, no pude ni gritar. Una risa contenida que oía a mis espaldas, me tranquilizó un poco; las manos se apartaron; me volví... pero mis curiosos lectores que deben creer en duendes menos de lo que yo creía entonces, lo habrán sin duda adivinado. Era mi amigo el Overo en carne y hueso, el hijo del Gringo, el bellaco Luisito Cros, según le llamaba mi maestro.
— ¡Qué sustos te he dado! —me dijo riendo.
— No era para menos —le contesté muy enfadado.
— Perdóname, Juanito... ¡yo soy así!
— Te conozco mucho, y no quisiera verte nunca.
— Y yo me muero sólo por verte.
— Pero ¿qué quieres? ¿por donde has entrado?
— Voy a contestar a esas preguntas y a cuantas adivino que tratarás de hacerme en seguida; pero tú responderás a su tiempo a las que yo te dirija. Has de saber que antes, hace más de un año, solía yo venir a divertirme como ahora en esta casa. No te diré las cosas que hacía para asustar al zambo y la negra, que son más perversos que los duendes verdaderos. Pero vino mi padre de Santa Cruz, donde se fue a hacer trapiches de bronce para moler la caña, o a traer no sé qué cajones de yerbas secas, pájaros empajados y víboras embotelladas, para el gringo de los gringos don Teodoro Hahenke; y me dio unas felpas . . . ¡qué felpas, Juanito! ¡he de cantar el credo! Me hice un santo más que tú . . . sí, te lo aseguro. Sólo una circunstancia ha vuelto a sacarme de mis loables propósitos de enmienda. Ayer oí mucho ruido en el jardín (porque tú ves por el óvalo que da luz de día y viento fresco del Tunari de noche) y atisbé, y vi, y vine por la noche con una linterna de mi padre, y... etcétera, etcétera; porque ya se comprende lo demás.
— Pero ¿cómo hiciste eso de los derechos del hombre?
— Mi padre se entretiene con esas cosas, y yo le robé uno de sus papeles, con la seguridad de que me ha de sacudir el polvo de la ropa. Los versos del señor licenciado están aquí; son muy lindos; yo no los entiendo; están en latín. ¡Oye!: "Invictus Cesar" . . . Pero tú, que sabes ayudar a misa, los leerás mejor que yo.
— Dime, más bien ¿cómo has entrado?
— Por el óvalo, hijo mío. ¿Hay como más fácil? Me escondí después bajo de la cama, no para asustarte, sino porque temí que vinieras con alguna otra persona. Y ahora ¿responderás tú a mis preguntas?
— Lo haré por librarme de ti.
— ¿Querrás conversar algunas veces conmigo?
— Francamente: acabará por agradarme tu compañía.
— ¡Viva la . . . ! ¡Demonios! Casi grito para que vengan y nos desuellen a azotes.
— Sí, es mejor tener prudencia.
— Voy a ser un... ¿qué dice el licenciado? ¡Ah!: un Ulises. ¿Y qué han dicho por aquí de la travesura?
Yo le conté algo de la escena que había presenciado; pero no estaba, ni podía estar de humor para reír como él, y quise poner punto a la conversación. El me abrazó entonces con cariño; creo que me besó; y se fue como un gato por donde había entrado.