Juan de la Rosa |
Capítulo VIII
MI CAUTIVERIO, NOTICAS DE CASTELLI
La cólera de doña Teresa no debía aplacarse en mucho tiempo, y aunque "la noble señora" no me dijo ni una palabra más que antes, ni me miró con peores ojos las raras veces que la encontraba en el comedor o, a las horas de rezar el rosario, lo sabía yo muy bien, por dos razones.
En primer lugar la cara de Clemente, más risueña cuando me miraba, me decía que el monstruo estaba contentísimo de poder atormentarme y de haber encontrado un "sufre dolores" mejor que el pobre pongo, a quién dejaba ya más tranquilo. Diré únicamente las cosas que decía de ordinario para gozarse con mi castigo, dejando en el tintero, o para su caso, mil otras que se le ocurrieron en circunstancias anormales. Por las mañanas, apenas abría yo mi puerta, buscaba con afán por todas partes, aunque lo tuviese a la mano, un pedazo de yeso o de carbón, con el que trazaba en seguida solemnemente en el suelo la línea hasta donde me era permitido trajinar en la casa. Fingía olvidarse de llamarme a comer, mientras la comida apartada para mí, de la que se servía a los niños, no estuviese completamente fría. En las horas en que yo me encerraba en mi cuarto a leer, llevaba a mi puerta los niños Pedro de Alcántara y Agustín para que me gritasen estas u otras cosas parecidas:
— Juanito ¿no quieres ir a la plaza? ¡Están repicando, Juanito! ¿qué habrá sucedido? Dicen que Fray Justo te espera en la calle . . . Anda, Juanito . . . ¡que te llaman los muchachos para jugar a la palama!
Cuando hablaba cerca de mí con alguna persona de la casa o de afuera, no dejaba nunca de buscar un motivo de lamentar las dolencias de su ama, y concluía diciendo:
— ¡Qué desgracia! Quién hubiera pensado que la señora Marqueza criase cuervos para que le sacasen los ojos! ¡Cómo hay en este mundo serpientes que muerden el seno que les da calor!
Los domingos se levantaba al segundo canto del gallo, para llevarme a la misa del alba que celebraba un fraile muy madrugador, evitando de ese modo que pudiese yo hablar siquiera accidentalmente con algún conocido en la calle. Todas las tardes al reunirnos para rezar el rosario, o al salir después del oratorio, hablaba del duende que probablemente volvería al jardín, al cuarto de los libros o al mío, de donde sólo estaba alejado por los exorcismos que había hecho poco antes el Reverendo Padre Arredondo. Me hacía dar después con Feliciana el cabo más pequeño posible de vela, y decía que el pongo no podía ya separarse del cuidado de la puerta en aquel tiempo de bulla y alboroto que era el de los alzados.
En segundo lugar, el alegre e incesante repique de las campanas, los vítores de la multitud que llegaban diariamente hasta mi cuarto, el tropel de caballos que con frecuencia pasaban por la calle, las noticias que a su manera daban y comentaban los criados en la cocina, no dejaban duda de que la revolución ganaba inmenso terreno, esto es si no había acabado por completo la dominación española. Casi a un tiempo con la nueva feliz del triunfo de Aroma habían llegado la del pronunciamiento de Chuquisaca, conducida por don Manuel Vía, y la del triunfo obtenido en Suipacha, el 7 de noviembre, por las tropas argentinas al mando del general don Antonio González. Balcárcel sobre las acumuladas en la frontera sur del Alto Perú, por Nieto y Paula Sanz, a órdenes del brigadier don José de Córdova. Súpose pocos días después la completa evacuación de La Paz por las fuerzas del coronel don Juan Ramírez, que habían repasado el Desaguadero a consecuencia de la derrota de Piérola en Aroma, para incorporarse a las tropas de Goyeneche. Salían de la villa expediciones armadas, como la que condujo don Bartolomé Guzmán a La Paz, con el fin de reparar el error cometido después de la victoria de Aroma. El entusiasmo, el delirio del pueblo llegaron, por último, a su colmo cuando el mismo gobernador don Francisco del Rivero partió con tres mil caballos y dos o trescientos infantes a incorporarse al ejército auxiliar.
Debo advertir con este motivo y por si acaso sea necesario, que aquella casa en que yo estaba, sus moradores y las personas que la visitaban, eran de las excepcionales en medio de la decisión general con que Cochabamba abrazó la causa de la independencia.
¡Qué no hubiera dado yo por encontrarme siquiera un momento en la calle o en la misma plaza, entre la multitud , para aliviar mi corazón con el grito que salía libremente de todas las bocas y que sólo podía arrojar para mí entre la almohada y el colchón de mi cama! ¡cómo deseaba hablar con mis amigos Fray Justo y Alejo o siquiera El Overo, aunque no fuese más que por el ojo de la llave de una puerta o al través de una pared! ¿Por qué no venía a verme el Padre que debía tener entrada en todas las casas? ¿Por qué mi tío no hacía valer una vez por lo menos los derechos que le daba sobre mí el parentesco?
Mis dos consuelos continuaron siendo la lectura, amenazada con el hallazgo de un tomo desencuadernado de las comedias de Calderón de la Barca y una comedia completa de Moreto, y las lecciones que daba a Carmencita, o las inocentes conversaciones que tenía con ella.
¿Cómo pudo nacer ese ángel de las entrañas de doña Teresa? ¿tanta belleza de tanta fealdad? ¿tan dulces, nobles y tiernísimos sentimientos de tanto orgullo y egoísmo? Yo no lo sé. Puede ser que encontrara en ella uno de esos ejemplos que parecen confirmar la creencia de que las hijas se asemejan mucho más a sus padres. Don Fernando, como creo ya haber dicho en otra parte, había sido un hermoso y apuesto caballero en su juventud. Pienso, también, que debió haber nacido naturalmente bondadoso, y que los defectos que de él conoceremos más tarde, provenían de su viciada educación.
Carmencita tenía hermosos cabellos rubios, destinados a ir tomando con el tiempo un color castaño o completamente negro, como sucede en nuestros climas; su rostro graciosamente ovalado, muy blanco y sonrosado en las mejillas, con ojos de azul oscuro, cuyas pupilas parecían zafiros; con nariz un tanto aguileña y una boquita de labios perfectamente delineados, podía ofrecer un buen modelo para pintar una virgen niña estudiando su lección al lado de Santa Ana; pero tenía frecuentemente una expresión picaresca, sin malicia, que la hubiese hecho digna, también de representar a las gracias en un cuadro pagano. Vestíanla unas veces de saya y manto, como a gran señora, y otras de manolita, representando ella primorosamente uno y otro papel. En el segundo sobre todo, con su mantilla caída a las espaldas, su vestido de anchísimo vuelo, sus zapatitos rojos, sin faltarle en la liga ni un puñalito de Iatón dorado, se ponía tan mona que hacía reír hasta a doña Teresa. Creo que ésta la amaba y que no amaba más en el mundo, ni a sus otros hijos, porque si bien recomendaba respeto y ciega complacencia para Pedro, en consideración a que era el mayorazgo, y permitía las travesuras de Agustín, no la vi nunca hacerles ni un halago, ni desear su compañía.
Carmencita me hizo confidente de sus pequeños secretos; me mostraba antes que a nadie los juguetes que le regalaban; partía conmigo todo lo que más le gustaba. Un día a principios de marzo de 1811, se me acercó haciendo un dengue encantador y graciosas contorsiones, con las manos en las espaldas; saltó después de varias veces presentando y volviendo a ocultar alternativamente a mis ojos un racimo de uvas maduro y dorado prematuramente.
— ¿Qué es esto? —me decía— ¡que no adivinas!
— ¿Quién te lo ha dado? —le pregunté.
— ¡Vaya!, ¿quién ha de ser? Luisito . . . ¡ese! ¡Luisito!
— ¿Y quién es Luisito?
— ¡Qué tonto! Es el hijo del gringo.
— ¿Cómo lo has visto? ¿dónde vive?
— Pasa siempre por la puerta; vive aquí, aquí, aquí . . . no sé donde.
Y al decir esto señalaba todo el rededor de mi cuarto de su dedito sonrosado y daba brincos por todas partes. Después partió el racimo de modo que me quedase la mayor parte; puso ésta sobre el libro abierto que yo leía cuando ella entró, y se me escapó ligera como un pájaro.
Pero este mi segundo consuelo no duró mucho tiempo. Mi verdugo Clemente debió contar según creo a la noble señora que la niñita aprendía a leer o conversaba conmigo, y se me notificó que no volviese a recibirla en mi cuarto, ni la contaminase más con mi compañía. Desde entonces Carmencita sólo pudo enviarme de lejos y furtivamente un beso o una sonrisa.
Por el mes de abril de este año de 1811 en que, merced a los triunfos de Suipacha y Aroma, todo el Alto Perú se consideró librado a su propio destino o a su espontánea adhesión a la suerte que corriesen las provincias del Plata, me hallaba yo tan cansado de mi confinamiento, que había momentos en que medía con la vista la altura de las paredes del patio, de los corrales y del jardín, para fugarme de aquella casa donde no sabía yo por qué me encontraba. Tenía vehemente deseo de hablar por lo menos con alguna persona racional, o de oír hablar siquiera otro lenguaje que el que hablaban los criados en chacota en la cocina. Una tarde que vi entrar al Comendador de la Merced y al sabio licenciado en animadísima conversación, no pude contenerme y tomé un heroico partido.
El siempre friolento Pedro de Alcántara se había sentado a las puertas de uno de los dormitorios, donde llegaba un rayo de sol, y jugaba con sus muñecos. Me acerqué como si lo hiciese distraídamente, con un papel en la mano, del que hice primero un barco, en seguida un gallo y por último, cuando el niño hubo fijado su atención, aquella ingeniosa plegadura que tantas veces la vi al maestro.
— ¿Qué vas a hacer ahora? — me preguntó.
— Nada — dije—; pero si quieres, corta esto por aquí, con unas tijeras, y ve lo que consigues sacar.
Lo hizo él al punto, y fue dando gritos de admiración al sacar la cruz, la corona, los clavos, la túnica; todos los fragmentos que así parecían, y que yo tenía buen cuidado de irle diciendo.
— Enséñame esto, Juanito —me dijo del modo más suplicatorio y persuasivo que él podía.
— No vale la pena —le contesté.
Y como entre tanto había hecho ya un conejo o cosa parecida de un pañuelo, se lo arrojé como si brincara a su lado el mismo animal vivo y verdadero; lo que acabó de transportarlo de alegría.
— Enséñame — insistió—, no seas malo.
— Aquí no se puede estar ya —repuse—; hace mucho frío, y tu madre la señora doña Teresa, no quiere que yo entre en la antesala.
— Vamos allá . . . por aquí . . . ¡vamos pronto!
Y diciendo esto me tomaba de la mano y me arrastraba dentro del dormitorio; mientras que yo fingía resistir, y entraba, y me hacía arrastrar hasta la antesala. El portón está felizmente cerrado; pero para librarme de cualquier sorpresa, hice sentar a Pedro de modo que apoyase en él las espaldas, y yo mismo me recosté, afianzando mi hombro izquierdo en el marco. En seguida, sin dejar de entretener al niño de cuantas maneras me sugería mi ingenio, oí la conversación que voy a repetir sin citar personas, pues ellas se harán conocer muy bien por sus mismas palabras.
— Nihil novum sub sole, mi querida doña Teresa; la impiedad es muy antigua en el mundo.
— Y Dios consiente, pero no para siempre.
— Sí, Reverendo Padre; eso se sobreentiende.
— Pero ¡que horror! Ese impío, ese don . . . ¿cómo se llama?
— Juan José Castelli.
— Eso es... yo no comprendo cómo le han puesto los nombres del discípulo predilecto y del padre putativo de nuestro Señor.
— ¡Entrar a La Paz en días de semana santa! ¡recibir obsequios y dar bailes!
— ¡Y las blasfemias que no se cansa de decir!
— ¡Y en francés, Reverendo Padre, en la lengua abominable del Ante Cristo, que ha destronado al rey!
— Aníbal in Capua. Déjenlo vuestras mercedes enervarse en las delicias... Quos Deus vult perdere, primo dementat.
— No, esto no puede ser ¡Dios mío! ¿qué dicen ahora estos alzados? ¿son o no son cristianos? ¿eran de buena fe vasallos de don Fernando VII?
— La verdad es que ellos mismos están descontentos.
— ¡Con cuánta razón ha querido excomulgarlos el Ilustrísimo señor Arzobispo Moxó!
— ¡Ojalá volvieran sobre sus pasos! Pero ¿cómo decía el señor licenciado que eran esas herejías?
— Liberté, que viene de libertas; fraternité de frater, fratris; egalité; de...
— No lo entiendo, pero debe ser muy malo.
— Abominable, debe decirse, mi señora.
En este punto se oye abrirse el portón del alabardero que da al patio.
— ¿Quién es? ¿Cómo te atreves a entrar, Clemente?
— Perdone, vuestra merced, mi ama y señora Marquesa; es el hijo del gringo, que viene a recoger la peana del Señor, que vuestra merced quiere hacer dorar para la Exaltación.
— Está bien; hazle entrar al oratorio.
Ruido de pasos de dos personas que atraviesan la sala por el lado indicado. Prosigue la conversación.
— ¿Y ese canto endemoniado que dicen comenzó a entonar uno de sus oficiales insurgentes, creo que de borracho, en un sarao?
— No lo recuerdo. Debe ser el que cantaron para degollar al santo rey Luis XVI.
— Pero tengo idea de haber oído su nombre. Capio, intendo . . .
— La Marsellesa, señor ¡La Marsellesa! La inventó el mismo diablo que hizo la catedral de Estrasburgo.
Esto último lo dijo una voz burlona que yo conocía demasiado. Mi sorpresa fue tal que lancé un grito, y temiendo que mi verdugo viniese atraído por él y me delatase, salí a brincos, a refugiarme en mi cuarto.
El domingo de aquella semana íbamos a misa con Clemente, cuando un hombre emboscado detrás de la esquina del templo de San Juan de dios, se puso delante del zambo, lo tomó con ambas manos de la faja de los calzones y lo levantó como una pluma sobre su cabeza, diciéndole:
— Buenos días, don Clemente.
La sorpresa, el susto del miserable fueron tales que no pudo ni gritar, y sólo tuvo fuerzas para agitar maquinalmente los brazos y las piernas, como si nadase en el aire. Puesto después sobre sus pies por aquel inesperado y tan extraño saludador, que se reía de sus visajes y contorsiones, le dirigió una mirada suplicante, se compuso la faja, procuró reír del modo más complaciente y ruin que él sabía, y exclamó:
— ¡Qué don Alejo!
Mi tío, porque era él en persona, lo sujetó entonces de una oreja, y le dirigió imperativa y brevemente estas palabras:
— Quiero hablar a mi gusto con el niño; entra tú a oír misa y no salgas sino el último de todos, para ir a buscarnos a mi taller ¡Cuidado con decir después lo que ha pasado! Ya me conoces . . . ¡vete!
Y concluyó con un puntapié, que hizo llegar más pronto a Clemente hasta la puerta del atrio de la iglesia.
— Vamos ahora, muchacho —agregó, y me condujo de la mano hasta su taller, que estaba a pocos pasos de allí.
La fragua ocupaba uno de los costados del cuarto; el yunque estaba clavado al centro en un grueso tronco de molle, teniendo arrimados a éste las tenazas, los martillos y una comba enorme que sólo Alejo podía manejar. El otro lado lo ocupaban una larga mesa provista de muchos instrumentos y útiles de cerrajería, un montón de astas y regatones de lanza y muchas barras de estaño, cuyo acopio allí no era fácil explicarse. Una puertecita abierta en la pared de este mismo
lado daba entrada a otro cuarto pequeño, en el que dormía el herrador y cerrajero. Me hizo sentar allí sobre su cama, y él tomó para sí un banquito grosero, de tronco de algarrobo, con tres gruesas estacas que le servían de pies.
— Yo no puedo ir a la casa en que estás —me dijo—; ¡no sé lo que haría en esa casa! Luisito Cros me ha avisado que te tienen preso; cuéntame ahora la verdad de todo lo que esa alma de tigre hace contigo.
Estaba espantoso. Yo no quise decirle que sufría el abandono en que me hallaba, la reclusión a que me habían condenado. Le di a entender únicamente que deseaba más holgura y que, sobre todo, me hiciesen enseñar algo de provecho, o me dedicasen a algún oficio.
— Está bueno —contesto ¾ ; yo le diré hoy mismo estas cosas a su Paternidad. Felizmente no he querido ir con don Francisco y he preferido trabajar con los otros de aquí y el gringo. Has de saber —continuó más tranquilo y volviendo a la preocupación general de los ánimos en aquel tiempo— que la patria está triunfante en todo el mundo; ya no hay rastro de chapetones, es decir con armas y metidos a soberbios. Toma; aquí tengo estos papeles que te contarán mejor lo que ocurre. Para eso sabes leer, Juanito.
No bien hubo concluido llamaron tímidamente a la puerta. Me dio un abrazo, y puso fin a la conversación con estas palabras:
— Debe de ser el zambo más malo que Lucifer. Anda con él . . . yo no quiero ver su cara que se ríe siempre, como la máscara del aldabón de esa casa del infierno.
A medio día vi en el pasadizo la alta y encapuchada figura de mi maestro cruzar ligera y silenciosamente el patio en dirección al oratorio, y meterse en él sin anunciarse, como en su propia celda. Como una hora después vino Clemente a mi cuarto y me dijo con aire de sumisión y el más profundo respeto:
— Niño don Juan, la señora mi ama quiere ver a su merced en el oratorio.
Cuando llegué al portón, oí que hablaban dentro con calor. Me detuve a escuchar. Se me figuró que el ángel pintado allí, me decía a mí mismo:
— Detente . . . ¡escucha!
Y he aquí lo que pude sorprender de aquella conversación.
— Ya te he dicho que el espantoso trastorno de estos tiempos, que tú mismo fomentas siendo sacerdote, no permite mandarle a estudiar en Chuquisaca. Pero ¿qué le falta? ¿de qué se queja? ¿no está tratado al igual de mis hijos? ¿qué más hubiera hecho por él la hija del mayordomo?
— ¡Cállate por Dios Teresa! Al hacer este inmenso sacrificio de venir a tu casa me he prometido hablar tranquilamente contigo; pero me falta la paciencia.
— Puedes abusar si quieres de tu sagrado carácter. ¡Loado sea el Señor que manda estos nuevos tormentos al corazón de una triste viuda!
— ¡Acabemos, Teresa!
— ¡Sí, acabemos! La voluntad de don Fernando se cumplirá tan luego que se pacifiquen estos dominios de su Majestad el rey. Que venga ahora el muchacho, y te diga él mismo si yo he mentido . . . ¡bendito Dios! ¡sea todo esto y mucho más, si él lo quiere, por mis pecados!
Creí que iba a repetir la orden de llamarme, y retrocedí algunos pasos, para volver en seguida con ruido y golpeándome como atolondrado en la puerta.
— Entra Juanito — dijo doña Teresa casi con amabilidad—, ven acá . . .¿por qué no has ido a visitar a tu maestro?
Yo me acerqué primero a besar la mano que éste me extendía, y contesté luego con algún atrevimiento.
— Clemente me ha dicho que vuestra merced no quiere que yo salga, ni . . .
— Clemente es un animal —gritó ella con cólera—, el zambo maldito . . . ¡Dios me perdone!, todo lo entiende al revés y voy a plantarlo en la calle. Lo que yo no quiero es que pierdas tiempo con tus antiguos compañeros con quienes jugabas a la palama; que no salgas para hacer inútiles los buenos ejemplos y consejos; que . . .
— Basta —le interrumpió mi maestro—, desde hoy irá a verme todos los jueves, ¿no es verdad?
— Cada día, si lo quiere vuestra Paternidad —repuso la señora, cambiando de tono en la conversación con Fray Justo, quién hizo lo mismo en seguida para despedirse.
— Gracias, doña Teresa. Quede Dios con vuestra merced . . . hasta el jueves, hijo mío.
Yo me retiré a mi cuarto tan pronto como él hubo salido. Me cerré por dentro y me puse a leer los papeles que me había dado Alejo por la mañana. Eran copias de la proclama del gobernador antes de su salida para incorporarse al ejército de Castelli y Balcárcel, y del armisticio que habían celebrado éstos con Goyeneche. Supe así que las fuerzas de la patria y las del virrey de Lima, comandadas por el gobernador de Cuzco, estaban frente a frente a orillas del Desaguadero.