Juan de la Rosa

Capítulo III

LO QUE YO VI DEL ALZAMIENTO

Prometí solemnemente a mi madre no volver a reunirme con tan peligroso amigo y así me lo prometí a mí mismo, sin creer que faltaría a mi palabra, cuando no bien transcurridos tres días, vino otra vez El Overo, y me tentó, y me arrastró con los suyos, y me hizo dar a aquella la pena mayor de que me acusa la conciencia, todo como ha de verse en el presente capítulo y el que le sigue.

Al rayar el alba el 14 de septiembre, de imperecedera memoria para los hijos de Cochabamba, mi madre había salido a entregar una labor urgente en el pueblecillo de la Recoleta, dejándome todavía dormido y encomendado a los cuidados de María Francisca que, al mismo tiempo, debía encargarse de los de la cocina.  Cuando me desperté, oí algunos tiros lejanos de fusil y de mosquete, y, un poco después, toques de rebato en la elevada torre de la Matriz, contestados casi al punto por la gran campana de San Francisco y por todas las de los otros muchos campanarios

de las iglesias.  Me vestí precipitadamente, corrí a la puerta . . . ¡qué tumulto había por el lado de la plaza! Grupos numerosos de hombres y mujeres corrían en aquella dirección, gritando:

— ¡Viva Fernando VII! ¡mueran los chapetones!

No sé si de intento o casualmente, apareció en la calle el amigo que me había dejado al parecer ofendido con tan extrañas palabras.  Capitaneaba la turba de sus compañeros armados de palos y cañas de carrizo; gritaba también como él solo sabía gritar, y le hacía coro los otros como ellos solos podían hacerlo.  Al verme, se me vino muy suelto de cuerpo y como si nada hubiera pasado; su tropa hizo alto y se arremolinó en la esquina esperando a su jefe.

— No estoy enojado — me dijo—.  ¿Qué haces ahí, don Papa-Moscas?  Vente con nosotros, o te tomo de recluta.

Y sin esperar respuesta, como tenía de costumbre, me agarró del cuello y me arrastró y me hizo apresar con sus compañeros, sin que valiesen mis esfuerzos, mis protestas, ni los gritos, ni las amenazas de María Francisca que salió heroicamente de la cocina en mi auxilio.  Todo fue en vano, repito: la turba me arrastró consigo en dirección a la plaza.

Poco a poco me fui calmando de mi justísima indignación y aquello concluyó por divertirme, como era muy natural en mi edad.  Comprendí, por otra parte, que el tumulto podía tener alguna relación con "el alboroto del 16 de julio;" cuyo término conocía yo por la carta que me hizo leer mi maestro.  Como lo sabía ya de memoria, según éste me recomendó, quise entonces distinguirme a mi modo entre los compañeros que me habían hecho suyo por fuerza.

— ¡Alto, muchachos! —grité, subiéndome sobre un guarda-cantón,  que tal vez exista todavía en la esquina de la calle a la que han llamado posteriormente de Ingavi—.  "¡Compatriotas!  Yo voy a morir por vosotros," —continué con el sombrero en la mano—: "¡sí!, Yo quiero morir aunque me caiga de la horca y me degüellen sobre el empedrado; porque la hoguera que vamos a encender no la apagarán nunca los tiranos, y abrasará todo el continente.  ¡Viva la libertad!”

— ¡Viva! ¡Viva la libertad! — contestó la banda infantil, electrizada por las palabras de Murillo, embellecidas a gusto mío y aumentadas con las que oí a mi maestro.

— ¡Viva Juanito!  —prosiguió El Overo—, "éste merece más que yo ser el capitán.  ¡Bájate, hombre! Toma mi palo y . . .  ¡adelante, muchachos!

Diciendo y haciendo, a su manera acostumbrada, me estiraba de los pies, me hacía bajar del guarda-cantón, me ponía su caña en la mano, me empujaba a la cabeza de la columna y se colocaba respetuosamente a mis espaldas; todo en medio de los aplausos crecientes de nuestros soldados.

Llegamos así a la esquina de la Matriz.  La multitud llenaba ya casi toda la plaza y seguía afluyendo por todas las calles; formaba oleadas, corrientes y remolinos, notándose solamente alguna fijeza en las columnas de milicianos y de una extraña tropa, a pie y a caballo, de robustos y colosales campesinos del valle de Cliza.  Los infantes de esta tropa tenían monteras de cuero más o menos bordadas de lentejuelas, los ponchos terciados sobre el hombro izquierdo, arremangados los calzones y calzados los pies de ojotas.

Pocos fusiles y mosquetes brillaban al sol entre sus filas, siendo la generalidad de sus armas, hondas y gruesos garrotes llamados macanas.  Un grupo de bullicioso de mujeres de la recova discurría por allí repartiéndoles, además, cuchillos, dagas y machetes que ellos se apresuraban a arrebatarles de las manos.  Los jinetes mejor vestidos y equipados, muchos con sombreros blancos y amarillos de fina lana, ponchos de colores vistosos, polainas, rusos y espuelas,

cabalgaban yeguas, rocines y jacos, armados muy pocos de lanza o sable, y la mayor parte, de grandes palos con cuchillos afianzados de cualquier modo en la punta.  A su cabeza se distinguía un grupo numeroso de hacendados criollos, en hermosos y relucientes potros que lucían arneses con profusos enchapados de plata.  Comandaban las tropas don Estevan Arze y el joven don Melchor Guzmán Quitón, seguidos de muchos ayudantes y amigos particulares, caracoleando entre la multitud en briosos caballos cubiertos de sudor y espuma.  Los anchos y espaciosos balcones de madera labrada de la acera fronteriza de donde yo estaba, se encontraban llenos de familias criollas, ocupando la primera fila señoras vestidas en traje de iglesia, con sayas y mantos, pues el tumulto las había sorprendido al ir a misa, como tenían por costumbre todas las mañanas.  En la galería superior del Cabildo se veía apiñados a los notables de la villa.  A las

puertas del convento y atrio de San Agustín, en la acera de la derecha, se formaban corros, en los que se distinguían hábitos enteramente blancos o con mantos negros, azules, grises, etc. De las diferentes órdenes religiosas.  Fray Justo —no podía dejar de llamarme particularmente la atención mi querido maestro— hablaba y gesticulaba allí como un poseído.  En medio del ruido

ensordecedor de las campanas, gritan todos a un tiempo y mil cosas diferentes; los unos: ¡viva Fernando VII! Los otros; ¡mueran los chapetones!; aquellos, ¡viva la patria!; éstos: ¡queremos que manden los hijos del país!; los más próximos al Cabildo: ¡viva don Francisco del Rivero! ¡que hable don Juan Bautista Oquendo!  Estos dos últimos personajes estaban entre los notables de la galería del Cabildo; gritaban como todos, no sé qué; movían los brazos; los que los acompañaban hacían señas a la multitud con sombreros y pañuelos . . .

Todo esto, de que ahora doy testimonio, lo vi yo mejor que nadie, levantado en brazos por los más robustos de mis compañeros, de pie muchas veces sobre sus hombros, en equilibrio, merced a las travesuras que decía Alejo haberme enseñado.

Por fin disminuyó un poco el ruido de los repiques, pues habían mandado callar los de la Matriz (no sin haber arrancado por fuerza al campanero de su sitio, con la cuerda de los badajos en las manos, según dijeron) y el nombre tan popular de Oquendo y las insinuaciones de los notables consiguieron que la multitud guardase silencio y prestase atención, a los menos en aquel lado de la plaza.  El orador habló entonces por algunos momentos; pero sólo llegaron hasta mí sus dos últimas palabras arrojadas con todas la fuerzas de sus poderosos pulmones y repetidas en el acto por todas partes:

— ¡Cabildo abierto! ¡Cabildo abierto!

Con estos nuevos gritos, que reemplazaron a todos los anteriores, la multitud se fue compactando a las puertas del Cabildo, de un modo tal, que según observaba mi ayudante El Overo, se habría podido caminar sobre las cabezas, sin temor de caerse por más lerdo que se fuera.  Nosotros queríamos a toda costa penetrar en aquella masa, sin saber por qué ni para qué, cuando un tumulto y espantosa vocería llamaron nuestra atención hacia la calle de las Pulperías.

— ¡Vamos allá! ¡vamos allá! —nos dijimos: ¿Ni a donde podíamos ir más a gusto, si no era donde más bulla y confusión había?

Tomamos, en consecuencia, aquella dirección, por la acera del poniente de la plaza, ya muy transitable.  Al llegar a la esquina de dicha calle y el Barrio Fuerte nos vimos detenidos por el gentío, que se atropaba también allí excitado por la curiosidad.  No había más remedio que recurrir yo nuevamente a los servicios de mis compañeros.  Lo hice así, me puse sobre los hombros de los primeros que me los ofrecieron a condición de decirles lo que era aquello y vi y dije en voz alta lo que iba sucediendo.

Un caballero, que sin duda había salido del templo de San Agustín con Fray Justo, por la puerta lateral que daba a la repetida calle de las Pulperías, estaba amenazado de muerte por algunos frenéticos que lo rodeaban, y, herido ya en la cabeza, con el traje en desorden, se abrazaba fuertemente de la cintura del Padre, quien gozaba y suplicaba, sin dejar por eso de repartir vigorosos pescozones a los que aproximaban a concluir la inmolación de desgraciado.

— ¡Que muera! ¡que muera el adulador de los chapetones! —gritaban los furiosos adversarios.

Y creo que, a pesar de los ruegos y pescozones de mi maestro, hubieran despedazado al fin y arrastrado por las calles los miembros de ese hombre, si no sobreviniera una partida de tropa del Valle conducida por Alejo y que al principio pareció aumentar el conflicto.

Cuando Alejo reconoció al caballero, su semblante sufrió, en efecto, la transformación más bestial y feroz de que era susceptible.

— ¡Que muera! ¡Matémosle como a un perro! —gritó, enarbolando una barra de hierro tan larga y gruesa como las macanas de su gente, pero que él blandía como ligera caña.

Fray Justo conocía a fondo su carácter y tomó el único partido que podía ser eficaz.

— ¡Alejo, mi querido Alejo —le dijo con dulzura y postrándose en el suelo—, no ejerzas esta venganza, o mátame antes a mí  . .  . destroza la cabeza de tu amigo, de tu confesor!

El hercúleo cerrajero se detuvo, vaciló un momento; pero acabó por decir las palabras que le eran habituales en casos semejantes:

— Bueno  . . . ¡ahí está!

Volvió en seguida la cara a los furiosos de la multitud; se apoyó con ambas manos en su barra, y agregó tranquilamente:

— Nadie ha de tocar en mi presencia ni un pelo más de la ropa del señor Alcalde.

Aquel hombre estaba salvado. Todos sabían que Alejo doblaba y desdoblaba, como si fuese de cera, un peso carolino, y todos lo habían visto caminar un día, riendo por las calles con un asno en los brazos.  ¿Quién había de querer exponerse al más ligero golpe de su barra.?

Nada teníamos ya que hacer allí y nos volvimos al lado del Cabildo.  Las noticias de lo que en él estaba pasando corrían de boca en boca y merecían los más entusiastas aplausos.

— Hemos reconocido —decía—, la Excelentísima Junta de Buenos Aires. ¡Qué viva la Junta!  ¡Viva don Fernando VII!  Don Francisco de Rivero es nombrado Gobernador.  ¡Viva el Cabildo! Don Esteban Arze y don Melchor Guzmán han de seguir mandando la tropas ¡Qué valientes son!  ¡Viva Don Esteban! ¡Viva Don Melchor! Dicen que les van a dar garantías a los chapetones.  Esto está malo.  No, no . . .  ¡Pobres chapetones! ¡Que nadie muera! ¡Viva la Patria!

A todo esto yo gritaba y hacía gritar ¡que viva! a mi banda más bullanguera que toda aquella gente; en mi interior me decía: ¿qué es esto? ¡qué es por fin lo que ha sucedido? Y no me atrevía a dirigir a nadie estas preguntas, temiendo que, informados todos muy bien de aquellas cosas, conociendo perfectamente lo que se hacían, se riesen de mi necia ignorancia o de mi ingenuidad.

elizmente volvió a aparecer por allí mi maestro, que había acompañado a su protegido hasta dejarlo en su casa, y viéndome él, se acercó y tuvimos el siguiente diálogo:

— ¿Tú también por aquí, muchacho?

— Si, señor; me han traído . . .  yo no quería venir  . . .

— No, hombre; no está malo.  ¿Y qué has hecho?

— He gritado como todos: ¡viva Fernando VII! ¡Mueran los chapetones!

— Pase lo primero; lo segundo de ninguna manera.  No se debe matar a nadie cuando se va a hacer  vivir la patria.

— Eso mismo acaban de decir algunos.  He hablado, también con Murillo y he concluido con ¡viva la libertad!

— Magnífico, hijo mío.

— Pero . . .  perdone su Paternidad: no sé bien todavía lo que hemos hecho todos, ni de cómo ha sucedido esto desde el amanecer.

— Eso puedo decírtelo de mil amores, si te vienes conmigo al convento.  Hay tiempo de hablar mientras concluye el Cabildo y creo saber, también, todo lo que de él ha de salir.

Mis camaradas no se opusieron a que le siguiese, por respeto a la persona del Padre.  Solo El Overo me hizo el gesto de burla que acostumbraba con la mano en las narices.

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