Juan de la Rosa |
Capítulo II
ROSITA ENFERMA. — UN NUEVO AMIGO
En el memorable año de 1810, undécimo según entiendo de mi edad, Rosita estaba más pálida y triste que nunca. Sentía yo arder sus labios y sus manos cuando me acariciaba; sus ojos despedían más luz; tosía con frecuencia. Advertí que deseaba entregarse con más ahínco al trabajo y que, obligada por momentos a buscar reposo en el lecho, sufría moralmente mayor tormento que el de su enfermedad. Otra observación, que no podía escapárseme, conociendo sus costumbres, me alarmó sobre todo demasiado. Ella, tan cuidadosa siempre del aseo de su persona y del orden y arreglo de su casa, permitía algún desaliño en su traje y esperaba que María Francisca viniese a barrer cuando pudiese la habitación y hasta le dejaba preparar nuestra frugal comida. Lo único que no descuidó nunca —¡bendita madre mía! — fue la persona de su hijo, a quien trataba de engañar con dulces sonrisas.
Don Francisco de Viedma, que hubiera sido más que antes nuestra providencia, había muerto, sin poder ni él mismo vencer la repugnancia que el pueblo sentía por los españoles llamados chapetones, pero llorado por los muchos desgraciados a quienes socorría. Nuestros leales amigos Fray Justo y Alejo parecían querer abandonarnos poco a poco. Venían con menos frecuencia; estaban entre ambos muy preocupados desde el año anterior, de algo que yo no me explicaba. Cuando se encontraban juntos en nuestra casa, cambiaban palabras misteriosas; se reían una veces frotándose las manos, y se ponían otras mustios y abatidos, notándose en éstas aquel tocarse espantoso del semblante de Alejo.
Un día oí decir al Padre Justo enajenado:
— Ahora sí que va de veras. Lo del 25 de mayo estaba bueno; pero don Pedro Domingo Murillo sabe mejor dónde nos aprieta el zapato. ¡Bendito Dios! ¡he visto por fin, aunque de lejos, a un hombre!
Otro día vino enteramente abatido, al punto de que ni siquiera extendió la mano a Rosita, ni oyó las afectuosas palabras con que, sorprendida, quiso arrancarle de su dolorosa postración. No sabía yo qué hacer con el libro en la mano, cuándo, como si hubiera cometido una falta, me dijo severamente.
— ¡Quítate de ahí! . . . no se puede ya leer eso.
Y levantándose en seguida, como impelido por un resorte, sacó de la manga un papel manuscrito, y agregó:
— Esto, nada más que esto hay que leer y aprenderlo de memoria, muchacho; porque sino perderás mi cariño.
Tomé temblando el papel (que ahora mismo tengo ante mis ojos) y leí con mucha dificultad, corregido y auxiliado a cada instante por mi maestro, lo que felizmente puedo copiar en seguida.
“Nuestra Señora de La Paz, 5 de febrero de 1810.
"Hermano mío: Te he ido refiriendo puntualmente nuestros desastres y sufrimientos desde Chacaltaya. Prepárate a oír ahora lo que nuestros tiranos se obstinaban en llamar con aparente desprecio y mal cubierta zozobra, "la conclusión del alboroto del 16 de julio".
"En la mañana del 29 de enero nos encaminamos, por orden de la autoridad, a la cárcel pública donde estaban encerrados los presos, para darles los últimos auxilios espirituales y acompañarlos hasta el pie de las infamantes horcas, en que, según decía la sentencia, "debían ser colgados por castigo de sus nefandos crímenes y para escarmiento de rebeldes". Me tocó a mí oír la última confesión de don Pedro Domingo Murillo. ¡Qué hombre, Dios mío! ¡qué alma aquella tan superior a las del vulgo de sus contemporáneos! ¿De dónde ha podido recoger tanta luz en esta noche de espesas tinieblas en que hemos vivido? No te diré, no puedo decirte de qué modo me ha deslumbrado con los resplandores sublimes que despedía entonces para extinguirse en el abismo de la eternidad. Hubo momentos en que yo parecía más bien el penitente y él mi confesor. Purificándose mi propia fe con sus palabras, vaciló . . . ¡vaciló, hermano, hasta que él mismo la sostuvo y la dejó más radiante en mi conciencia!.
"A medio día salimos al lugar del suplicio entre dos compactas filas de soldados, seguidos por toda la tropa armada en columnas. Los sentenciados iban visiblemente conmovidos, pero conservaban un aire de nobleza y dignidad que imponía respeto a los más furiosos enemigos. Si alguno hubiera cedido a la flaqueza, habría bastado el ejemplo de su jefe para devolverle el ánimo y hasta infundirle el orgullo de morir a su lado. Caminaba éste sereno, con la frente erguida sobre la multitud, como si en vez de ir la patíbulo, fuese más bien a dictar desde un tablado la famosa resolución con que se erigió la Junta Tuitiva.
"Cuando llegamos al pie de la hora y quise prodigarle todavía algunos consuelos de la religión, me dijo con admirable tranquilidad y con dulzura: "basta, Padre; me encuentro bien preparado para responder de mi vida a la justicia eterna, y sólo me resta ahora cumplir un deber de mi elevada misión". Enderezándose en seguida, creciendo más de un codo (así me pareció a mí por lo menos en la admiración que me inspiraba) gritó con voz vibrante estas palabras, oídas por todos y grabadas por siempre en mi memoria: ¡Compatriotas! La hoguera que he encendido no la apagarán nunca los tiranos. ¡Viva la libertad!.
"El sacrificio de los nueve mártires se consumó inmediatamente:
"No concluiré sin referirte un espantoso incidente, que da idea del despecho y rabia de nuestros enemigos. Cuando levantaban en alto a don Juan Antonio Figueroa, con las manos amarradas a la espalda, la cuerda se rompió y este noble español que abrazara entusiasmado nuestra causa, cayó pesadamente de pechos y de cara al suelo. Un grito inmenso de horror y de compasión se elevó de la multitud, clamando: ¡misericordia! Pero un oficial se abrió paso por entre las filas de soldados y comunicó a los que presidían el sacrificio una orden increíble, ejecutada al punto. ¡El verdugo, armado de un cuchillo, degolló sobre las piedras a la víctima!
"Todo esto te causará un dolor infinito como a mí, o más que a mí, pues conozco la exaltación de tus ideas y la exquisita sensibilidad de tu ser. ¡Llora, hermano mío!. Pero no pierdas la fe ni la esperanza. Las causas redentoras de la humanidad necesitan pasar por estas tremendas pruebas providenciales. Creo habértelo advertido otra vez con las palabras de Tertuliano: sanguis martirum semen christianorum!”
El papel no tenía más firma que un signo extraño, probablemente convencional.
—Tiene razón — exclamó Fray Justo, recorriendo a grandes pasos la estancia—, ¡la hoguera de Murillo abrasará todo el continente! Este fuego sagrado ha de purificar la pestilencia de este aire viciado y . . . .
Una tosecita, a la que yo estaba acostumbrado, y un gemido lastimero, que oía por primera vez, llamaron nuestra atención al sitio que ocupaba mi madre. La vimos sentada en su banquito, oprimiéndose el pecho con una mano, mientras que con la otra tenía en la boca un blanco paño, que aquel día deshilaba en parte, para adornarlo después con caprichosos calados.
Vería Fray Justo, notar una mancha de sangre en el paño, dar una especie de rugido, correr hacia ella, levantarla en sus brazos y conducirla a la tarima, donde la depositó en seguida, fue cosa de un instante, que más he tardado sin duda en referir.
— Te he dicho que no trabajes, que no te mates, mujer! — gritó con cólera, y arrojó a la calle el banquito, la almohadilla y el mismo paño, cosas todas que María Francisca se fue a recoger azorada.
— Pero si no estoy tan mal — contestó mi madre sonriendo dulcemente como tenía por costumbre—, ¿y qué sería de nosotros?
Esta sencilla observación, no terminada siquiera, pareció anonadar a mi maestro, quién inclinó la cabeza sobre el pecho; pero no tardó en levantarla con aire de triunfo, preguntando:
— ¿Y la alcancía? ¿no me has confesado tú misma que estaba casi completamente llena?
— Eso es imposible — contestó mi madres—, ese dinero es para mandarle a estudiar en la universidad de San Francisco Javier y . . .
En este punto no pude contenerme. Corrí llorando a rodear con mis brazos el cuello de la heroica madre que por mí se moría en silencio, e inundé su angélico rostro de besos y de lágrimas.
Fray Justo proseguía entre tanto, diciendo:
— Te lo mando, te lo ordeno. Como tu hermano, como sacerdote que soy, no puedo consentir en esa especie de suicidio, que procuraría impedir también con todas sus fuerzas, cualquier hombre de corazón.
— Y yo te lo ruego — agregué por mi parte —, sí, te lo ruego, madre, con estas lágrimas que tú no querrás que siga derramando tu pobre Juanito!
Rosita —ved cuán santo y querido me será este nombre, cuando se lo doy ahora mismo, en tal ocasión, tan indistintamente del de mi madre— no tuvo más recurso que ceder. La alcancía fue solamente extraída del fondo del arca y, rota por las manos febriles de Fray Justo, dejó escapar su contenido sobre la mesa. No era mucho, aunque había, entre las monedas de plata, algunas muy pequeñas de oro.
Desde aquel día la enferma condenada al descanso por nuestro cariño, se vio rodeada de todos los cuidados que el arte de la medicina podía ofrecerle en aquel tiempo, en el que eran sus sacerdotes los empíricos del hospital de San Salvador, y fue asistida no sólo con solicitud, sino con mimo por nuestros buenos amigos y las mujeres a quienes favorecía. Yo no me movía un momento de su lado. Fue entonces cuando en íntimos, dulcísimos coloquios, que yo comparo a los arrullos de una tórtola en su nido, me reveló los tesoros que encerraba en su alma, un espíritu celeste descendido no sé porqué a una de las regiones más sombrías de la tierra, donde sentía a pesar de su amor y ternura por mí, la nostalgia de su mansión primitiva. Pero nunca, jamás quiso revelarme nada de mi origen, ni de qué modo se vio reducida a buscar nuestro sustento con el trabajo de sus manos.
Al cabo de un mes decía estar tan mejorada y parecía tan guapa y animosa, que le permitimos volver a ocuparse moderadamente de sus labores. Pero, habiendo yo contado a Fray Justo con alegría el haberla visto ponerse por las tardes más hermosa, con vivo carmín en las mejillas, repitió perentoriamente su orden anterior, y, con más ciencia según parece que el Padre Aragonés, famoso médico de entonces, quién se regía por la colección de recetas del admirable doctor Madouit (1), recetó leche de vaca recientemente ordeñada por las mañanas, un paseo moderado, en el sol, a medio día; una larga lectura, que yo debía hacerle por las tardes, del olvidado Don Quijote, y otra lectura corta, de noche, que haría ella misma en lugar de sus largos rezos y oraciones, de una sola página de un pequeño libro que él trajo y que era la Imitación de Cristo.
Oyéndolo el tío Alejo, se presentó al día siguiente en nuestra puerta con una hermosa vaca negra.
— Aquí está —nos dijo con aire de triunfo—, yo la he traído y es negra, aunque no lo significó su Paternidad; porque yo sé que así debe ser.
Hizo que María Francisca llenase de la espumosa leche el vaso adornado de flores; se lo ofreció éste a mi madre, y se llevó riendo la vaca para seguir trayéndola por muchos días todas las mañanas. Por mi parte, cumplí también, de mil amores, lo que me correspondía; leí en alta voz capítulos enteros: los comenté a mi modo, haciendo reír a la enferma; y las cosas fueron tan bien, que al cabo de veinte días la creímos enteramente sana, y estaba alegre, juguetona como yo mismo.
Tranquilo y contento, al recorrer la villa y sus alrededores en los paseos obligatorios con mi madre, comencé a conocer de vista a muchas personas notables, y advertí cosas extrañas que pasaban en la villa y que excitaron mi curiosidad.
Un clérigo joven todavía, don Juan Bautista Oquendo, llamó particularmente desde un principio mi atención. Debía estar dotado de maravillosa actividad, porque se le encontraba en todas partes y a cada momento. Visitaba diariamente las casas de muchos criollos acomodados; se acercaba a todas las pulperías y a los puestos de la recova; detenía en la calle a las personas más humildes; tenía algún chiste, alguna palabra afectuosa para introducirse con raro tacto del corazón humano, según he comprendido después, y concluía por hacer a todos la siguiente recomendación, que un día dirigió a mi madres, saludándola con el nombre de monjita:
— Ruega, hija mía, por nuestro bondadoso rey don Fernando VII; enséñale a este perillán, a este pícaro (aquí me dio una palmadita) el amor, la sumisión, el respeto. . . ¡qué estoy diciendo! La veneración que debemos tenerle todos sus vasallos de estos dominios, todos los hombres de la cristiandad. El excomulgado Napoleón y los franceses herejes, impíos lo han despojado de su trono, lo tienen preso, lo martirizan, lastiman cruelmente su corazón paternal queriendo hacernos esclavos del demonio.
Sus sermones en quechua, en esta lengua tan insinuante y persuasiva, que él hablaba con rara perfección (pues ya se había adulterado mucho y tendía a convertirse en dialecto semicastellano como es hoy) atraían inmensa concurrencia de pueblo a iglesias; y cuando predicaba en castellano, los españoles y criollos admiraban su elocuencia, su celo religioso, su fidelidad al monarca, aunque, a decir verdad, no gustaba ya mucho a los primeros que se tocara con frecuencia este último punto, que decían ser muy delicado.
En el mismo empeño de avivar el sentimiento de fidelidad "al rey legítimo nuestro señor natural", estaban infatigables otros caballeros criollos y unos cuantos mestizos, entre los que nadie igualaba, empero, el entusiasmo, el fervor y la abnegación de Alejo.
Venía ahora el tío muy alegre y gritaba desde la puerta:
— ¡Viva el rey Fernando, el Bien Amado!
Decía a mi madre:
— Niña Rosita, si no gritas: ¡viva el rey!, así como yo respirando todo el aire de este cuarto, no podrás sanarte nunca de la tos para hacernos más felices de lo que nos espera.
Dirigiéndose a mí, y después de levantarme sobre su cabeza de un solo pie, lo que me producía un vértigo agradable, continuaba:
— ¡Vamos, muchacho! ¡Viva el rey! Porque sino, te tiro al suelo, o vas volando al otro lado de aquella casa, como un pajarito.
Y brincaba al mismo tiempo de un modo que me parecía que me iba a estrellar la cabeza contra las vigas del techo hasta que yo gritaba cien veces: ¡viva el rey!
No dejaba en paz ni a la pobre María Francisca, ni a ninguna de las mujeres medio idiotizadas de que he hablado las que lo miraban con asombro y decían que, si no estaba loco, se había vuelto criatura.
Hacía extremos increíbles en su fervor realista. El día de Viernes Santo salió de penitente, desnudo hasta medio cuerpo, con pesadísima y enorme cruz, corona de espinas de algarrobo y cuerda o cabestro de cerda al pescuezo, flagelándose de tal modo que parecía tener hechas una llaga viva las espaldas, sin perder ocasión de clamar que lo hacía en castigo de sus propias culpas y para obedecer a Dios este ligero sacrificio por el amado rey, a quien martirizaban más que a él mismo los hijos de Satanás. Edificó a la multitud que lloraba a gritos al verle y oírle, y todos le prometieron que estaban dispuestos a morir a su lado, para que los condujese a las puertas del paraíso. Pero al día siguiente vino a vernos tan sano y bueno, y rió de tal modo, que tengo para mí que el muy bellaco hizo su disciplina de algodón trenzado y la empapó en sangre de carnero, lo mismo que la corona de espinas cuidadosamente despuntadas.
Un día —debió ser por el mes de julio, pues los campos estaban casi enteramente despojados de las abundantes cosechas de ese hermoso granero alto-peruano— fui espectador, también, de una curiosísima escena, al acompañar a mi madre en uno de sus paseos diarios por las barrancas del Rocha fronteriza a Calacala. En medio de un campo de cebada no acabado de visitar por la hoz de los colonos del señor Cangas, cuya quinta estaba muy inmediata, vimos a caballeros respetables como don Francisco del Rivero, don Bartolomé Guzmán, don Juan Bautista Oquendo y otros cuyos nombres sólo supe después, jugando al parecer al escondite; pues tendidos los unos en el suelo y puestos otros en cuclillas, para acechar éstos no sé a quién, se hacían señas de guardar silencio unas veces y se reían otras, tapándose al punto la boca con las manos. Cuando notaron nuestra presencia, salió de entre ellos caminando a gatas, con gran asombro mío, Fray Justo en persona.
— No digas a nadie que nos habéis visto y alejaos al momento —nos dijo, y volvió a esconderse como había salido.
Tres días después supimos que el señor gobernador don José González de Prada había remitido presos, a Oruro, a don Francisco del Rivero, don Estevan Arze y don Melchor Guzmán Quitón. Nuestros amigos dejaron de venir y nos olvidaron todavía por muchos días. En cambio, nada preferible por cierto, adquirí una nueva amistad, que disgustó mucho a mi madre, y voy a decir de qué modo.
La calle en que vivíamos, casi siempre desierta por aquel lado, no estaba empedrada; por lo cual la esquina, una cuadra más abajo, servía de punto de reunión a los muchachos ociosos y mal entretenidos del barrio, que eran casi todos, para jugar a la palama. Este juego, cuyo nombre debe derivarse del palamallo usado en la Península, consiste en poner sobre una raya trazada en el suelo una piedra larga parada de punta, para irla derribando, de una distancia convencional, con otras piedras planas lo más pesado posibles, que se arrojan con la palma de la mano. Cada caída de la piedra es un punto; si ninguno de los jugadores la derriba, gana el punto aquel cuya piedra está más próxima a la raya. Los puntos son, en fin, doce y suelen doblarse a veinticuatro, o convenir más, según la destreza de los jugadores.
Entre los dichos había uno blanco y rubio, llamado El Overo, según acostumbra llamar la gente mestiza a los de ese pelaje. Era el más diestro, gritón y travieso de todos; armaba mil pendencias de las que salía siempre vencedor en igualdad de condiciones, y de las que escapaba con una ligereza admirable, cuando el enemigo contaba con superioridad de fuerzas. Puesto en salvo, en este último caso, hacía desde alguna esquina las señas más irritantes a sus perseguidores, como, por ejemplo, la que consiste en ponerse el dedo pulgar en las narices y agitar los otros con la mano enteramente abierta.
Le fui simpático, o como él decía, "le caí en gracia. Varias veces anduvo rondando por la calle; me llamaba de lejos para jugar conmigo; se desesperaba por hacerme participe o víctima de sus diabluras. Una mañana en que mi madre salió a misa, dejándome solo contra su costumbre, aprovechó la ocasión y se me entró en casa, "como el rey por la puerta".
— No seas tonto, don Santito —me dijo—, ven a divertirte como todos; déjate de tu librote . . . ¿para que sirve la lectura? Yo no sé para qué me la enseñó mi padre con otras cosas enteramente inútiles.
Con pasmosa volubilidad y huroneándolo todo, sin esperar respuesta, siguió ensartando mil cosas distintas, imposibles de retener en la memoria, hasta que hubo abierto la puerta que daba al patiecito y exclamó:
— ¡Qué lindo! ¡Viva el rey! Ya no tenemos necesidad de salir de tu madriguera.
Armó allí la palama con piedras arrancadas del hogar de la cocina, me hizo jugar un momento, y me fue enseñando uno tras otro mil juegos diferentes, propios o impropios de nuestra edad. Tenía para el efecto trompos, pelotas, perinolas y una sucia y mugrienta baraja en los bolsillos. Cansados entre ambos, me dijo:
— Vamos a descansar en el cuarto.
Volvimos allí; pero su descanso consistió en desconcertarlo y moverlo todo, sin perdonar ni las estampas ni el cuadro de la Divina Pastora. De repente al mirar detrás de éste, lanzó un grito; lo separó más de la pared y, señalando un nicho, en el que había un paquetito, me preguntó:
— ¿Qué es esto?
— No lo sé; nunca lo he visto —le contesté.
— Pues . . . vamos a verlo —replicó.
Y sin esperar más deshizo el paquete, en el que sólo había un cabo de cuerda de esparto como de una vara de largo, de un color indefinible como de grasa y hollín, extraño objeto que él miró con asombro y me pasó en seguida.
En este momento llegó mi madre y me dijo muy enojada:
— ¿Quién se ha atrevido a revolver todo esto? ¿quién es este muchacho?
Yo no sabía mentir; caí de rodillas; le conté todo lo que había pasado. Mi nuevo amigo dio entonces un brinco hasta la calle, volvió la cabeza y gritó, antes de acabar de escaparse:
— ¡Compadre Carrasco!
Y estas palabras impresionaron mucho a mi madre.