El viejo caballo

(León Tolstoi)

Pimen Timofeich era un anciano que vivía en nuestra granja acompañado de su nieto. Había cumplido noventa años. Caminaba muy encorvado, apoyándose en un rústico bastón, arrastrando los pies lentamente. Su rostro estaba cubierto de profundas arrugas y su boca, desdentada. Le temblaba el labio inferior y cuando hablaba era imposible entender lo que decía.

A mis tres hermanos y a mí nos encantaba andar a caballo, pero sólo nos permitían montar a Voronok, el único caballo manso que tenían en la hacienda, el que ya estaba muy viejo.

Aquel día mi mamá nos dio permiso para cabalgar. Nos fuimos a las caballerizas en compañía del sirviente que nos cuidaba. Ensillaron a Voronok, y primero montó mi hermano mayor. Recuerdo que cabalgó largamente. Cuando volvía, le grité:

—¡Da una vuelta al galope!

Mi hermano golpeó a Voronok con los pies y con la huasca, y pasó junto a nosotros a galope tendido.

Luego fue el segundo de mis hermanos el que montó, también por mucho rato. Incitando con latigazos al manso caballo, lo hizo subir el cerro galopando, y hubiera continuado si mi tercer hermano no reclama su turno. Éste dio la vuelta por toda la huerta y por el extenso parque, luego cruzó el cerro, siempre galopando. Cuando regresó a la caballeriza, escuchamos jadear a Voronok y vimos su cuello ennegrecido por el sudor.

Sin embargo, había llegado mi oportunidad y quise demostrarles a todos lo bien que yo montaba. Fue entonces cuando Voronok se negó a andar. Esto me llenó de furia y le di fuertes latigazos, a la vez que lo golpeaba con los talones. Tanto lo azoté que la fusta se me rompió y, con el pedazo de varilla que aún sostenía, lo golpeé en la cabeza. Fue en vano: Voronok no se movió. Indignado, me aproximé a nuestro cuidador y le pedí otro látigo.

—Bájate. Ya has cabalgado bastante —me dijo él.

—¿Qué dices? ¡Si yo aún no he montado! ¡Pero si me dan otra fusta, verán cómo lo haré galopar! —contesté ofendido.

—¿Para qué vas a atormentar más a ese animal? ¿Es que no tienes corazón? ¿No ves que está agotado? —El hombre me observó con severidad y tristeza—: Apenas puede respirar. Es muy viejo; tiene más de veinte años, y eso es demasiado para un caballo. Es como si montaras sobre Pimen Timofeich y lo obligaras a correr, dándole golpes y latigazos. ¿No sentirías lástima?

Evoqué a Pimen Timofeich y me bajé de inmediato del caballo. Bruscamente, al ver a Voronok cubierto de sudor, jadeante, entendí los esfuerzos que debía hacer para llevar a un jinete. Siempre me había imaginado que se divertía tanto como yo y mis hermanos. Sentí que me inundaba una gran pena y lo besé en el cuello sudoroso, pidiéndole perdón.

Desde ese día no he dejado de recordar al anciano Pimen Timofeich y al viejo Voronok, y me causa una enorme tristeza que maltraten a los caballos.

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